Hay personas en las que tenemos una confianza extrema, al 100%, a quien daríamos todo lo que tenemos pues tenemos la certeza de que no hará mal uso de ello. Aquellas personas que suponen un gran apoyo moral, lo que yo conozco como un amigo de verdad, es decir, una persona que quieres y, en cierto modo, admiras. Esa persona que no quieres que nunca se vaya de tu vida.
Hasta hace un par de días, contaba con tres de esas personas. Aunque una de ellas vive muy lejos de mí, me sigue pareciendo imprescindible hablar con ella, aunque sea de vez en cuando, y me hace muy feliz hablar con dicha persona, porque sé que podría confiarle cualquier cosa. Otra de esas personas está en mi clase, es mi mejor amigo. Confío plenamente en él y veo que es una buena persona. Me apoya cuando estoy mal y me pregunta por qué lo estoy, y además, hace lo posible por resolverlo. Me siento profundamente orgulloso de poder contar con él, y espero que nunca desaparezca aunque nuestros caminos se separen por un tiempo. Como dije anteriormente, antes había otra persona así. Ya no, o al menos, de momento.
Imaginen un callejón oscuro, de madrugada, estrecho y con las ventanas desvencijadas, con la tenue luz de una antiquísima farola, que probablemente lleve ahí más tiempo que los edificios en sí. En una noche nublada, pero sin lluvia, en el callejón no hay, aparentemente, absolutamente nadie, y hace muchísimo frío, además de un desagradable viento del norte que se cala a través de la ropa y hiela los huesos. De repente, oyes un ligero silbido. Algo cruza el aire, abriéndose paso a través del viento, y va a una velocidad vertiginosa, que es tal que resultaría imposible verlo, debido, además, a su corto tamaño. De repente, sientes un calor insoportable que te quema la espalda, y cómo una bala atraviesa tus costillas y perfora tu pulmón, además de salir por tu pecho dejando un agujero en tu cuerpo. Sin testigos, en silencio, por la espalda. Sigues estando plenamente consciente, y, tras tenerte durante unos segundos en pie, te desplomas y notas la amargura del pavimento de la calle en tu lengua, que rápidamente se impregna de tu sangre, que fluye a través de la garganta hacia fuera, con un flujo no excesivamente rápido pero constante, creando un pequeño charco cerca de tu cara que tiñe tu frente y tus mejillas de rojo. Además, la perforación en el pulmón te impide respirar y te asfixias mientras te estás ahogando en tu propia sangre, que además fluye a través los agujeros que la bala había producido.
Oyes unos pasos lentos que avanzan hacia ti. Un hombre, encapuchado, al que sólo se le ven los ojos, se aproxima hacia tu cuerpo, inmóvil en el suelo, y apunta a tu cara con el arma que ha utilizado para dispararte por la espalda y destruirte.
A pesar de que trata de ocultarse bajo prendas de abrigo, reconoces esos ojos, los analizas, y recuerdas a quién pertenecen. Con una parsimonia pasmosa, el encapuchado recarga el arma y apunta a la cara, mientras piensas en cómo una persona que había significado tanto para ti, a quien habías acompañado en todo momento, en quien tenías una confianza extrema, y por quien habrías muerto o matado, ha sido capaz de asesinarte en ese callejón, traicionándote por la espalda, sin testigos y a distancia. Las dudas carcomen y corroen tu interior durante los pocos segundos que estás consciente. El sentimiento de decepción y de ira inunda tu cuerpo, y sustituye a tu sangre, que lo abandona. El encapuchado sonríe, toca tu hombro como solía hacer para saludar, y notas en las facciones de su cara que deja ver a través de su máscara, que está sonriendo. Sus inconfundibles ojos te miran por última vez, y, aún con los ojos abiertos, empiezas a ver todo de color negro, y te desmayas. Morirás desangrado, asfixiado, ahogado en tu propia sangre o una combinación de todas las anteriores.
Y él se va, con paso lento, y sonriendo mientras guarda su arma en la funda que cuelga de la parte izquierda de su cinturón, abriendo un paraguas para evitar las gotas de agua que comienzan a caer desde las nubes.
Recent Comments